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Devenir musicoterapeuta

por Michel Fariña, Juan Jorge

Cine y Musicoterapia: una graduación en acto

Hace ya más de diez años que me desempeño como jurado de tesinas de grado en la carrera y licenciatura en Musicoterapia de la UBA. Me ha tocado presenciar excelentes defensas públicas, algunas a cargo de quienes hoy son eminentes profesionales y docentes de la propia Carrera. A su vez, en mis clases he insistido mucho en la importancia de que las presentaciones incluyan fragmentos musicales, o incluso segmentos cinematográficos en los que la música produce un punto de inflexión en el sujeto, funcionando así como una analogía metodológica de la función músico-terapéutica.

Este breve comentario da cuenta de una experiencia de defensa de tesis que tuvo lugar en junio de 2014. Defensa que en su singularidad me conmovió especialmente, permitiéndome además devolverle a la flamante musicoterapeuta una improvisada viñeta cinematográfica que ahora ordeno por escrito.

La candidata se desempeñaba como docente en una escuela del Gran Buenos Aires. Cuando se hizo cargo de sus funciones como profesora de música, la Directora le advirtió que “le había tocado el peor curso”: revoltosos, agresivos, y sin el menor interés por el estudio. Y efectivamente el primer día de clases, los alumnos la recibieron con un abucheo al grito de “¡qué se vaya!, ¡qué se vaya!”, coreado de manera ensordecedora, y tan al unísono que mientras se acercaba por el pasillo ella creyó que estaban cantando. La profesora, que había llevado un grabador para sus tareas docentes, registró el audio de esa escena, el cual reprodujo durante su defensa de tesis.

Cuando por fin cesaron los abucheos, el curso no mejoró: quedó sumido en un absoluto desinterés. Algunos jugaban a los naipes, otros peleaban y el resto permanecía apático y ni siquiera se percataba de su presencia al frente del aula.

Ella optó por mantenerse en silencio y en sus pocos comentarios evitó especialmente levantar la voz por encima del bullicio. En las clases sucesivas fue incluyendo poco a poco juegos de percusión –palmas, golpeteo en la tabla de los pupitres– hasta lograr algunas coordinaciones mínimas. En cuanto pudo fue haciendo corresponder los golpes con una nomenclatura que fue anotando en el pizarrón, es decir, comenzó a introducir un rudimento simbólico a partir de la lectura rítmica.

Así, poco a poco, el grupo se fue ordenando corporalmente y estuvo en condiciones de seguir algunas consignas de trabajo –era el único curso que nunca había hecho una presentación en actos de la escuela y el objetivo fue el de participar con un número musical en la fiesta de fin de año.

¿Qué nos dice esta anécdota?

Toda la secuencia permite apreciar la diferencia entre la Educación Musical, por un lado, y la Musicoterapia, por otro. Esta diferencia, establecida en distintos textos canónicos del área, se presenta aquí no de manera abstracta sino en acto. Ya de entrada, cuando la profesora se acerca al aula y oye los abucheos, dice “pensé que estaban cantando”. La que escucha cantar en medio del desorden no es la profesora sino la terapeuta. Sin calcularlo anticipa con su escucha una incipiente función clínica: alojar la voz coral de una demanda que requiere ser atendida.

Donde la educación tradicional no ve más que un “un griterío de alumnos revoltosos y agresivos” ella instala un dispositivo que resulta interesante apreciar. Ante todo, nunca levanta la voz en el aula. Una docente puede verse tentada de gritar, para sobreponerse con el tono de tu voz y acallar el desorden de una clase. Pero un terapeuta no grita. No tendría sentido hacerlo, porque sabe que su herramienta es la escucha y la justa pausa entre sonidos y silencios. Una intervención bien temperada, podríamos decir. Afinando las pausas, los silencios, se va instalando la diferencia en el continuo del bullicio generalizado.

Cuando en su defensa de tesis de graduación, la candidata presenta un fragmento del video del acto de fin de curso, podemos apreciar la eficacia clínico-pedagógica de su afinada intervención. No sólo logró que sus alumnos presentaran ante el colegio sus logros, sino que se permitió ella misma hacer de esa experiencia su propia presentación. En otras palabras, esa digna performance final del grupo de alumnos era también la que organizaba su propia defensa de tesis. Y ambas estuvieron anticipadas en aquella escucha inicial. La escritura de la tesis que finalmente defendió con éxito no fue otra cosa que la formalización de esa experiencia singular. [1]

En la ronda de comentarios de los jurados, el recuerdo de una película vino en nuestro auxilio. Pudimos devolverle así con una analogía, algo del núcleo de su intervención. Se trata de Agua para Elefantes (Francis Lawrence, 2011), que narra la historia de Jacob, un estudiante avanzado de veterinaria en la universidad de Cornell, quien sufre la trágica pérdida de sus padres y debe abandonar sus estudios cuando está a punto de rendir su examen de graduación. Se ve así privado de la oportunidad de obtener el título universitario que tantos años de esfuerzo le habían demandado, al mismo tiempo que pierde a la única familia que tenía. Pobre y desamparado, se incorpora a un circo donde es destinado a la higiene de los animales. La historia está ambientada en la década del 30 del siglo XX, en los años de la Gran Depresión. La crisis económica se extiende y profundiza, el circo convoca cada vez menos público y poco a poco va despidiendo a sus empleados.

Para ganarse un puesto de trabajo, el joven Jacob decide mentir y se presenta ante el dueño del circo como veterinario, sin imaginar que su primera tarea lo pondría a prueba en una dimensión impensada de su vocación: la ética médica. El caballo que integra el número estrella del circo renguea de su mano derecha. Sin él, la función arriesga decaer definitivamente. Jacob examina al animal y descubre un tumor avanzado: no hay tratamiento posible y el dolor será cada vez más insoportable. Explica la situación al empresario del circo, quien le ordena ocultar la información y seguir con las funciones mientras el animal aguante en pie.

Entre la lealtad a su empleador y su responsabilidad, Jacob no duda: prefiere sacrificar al animal, aunque sabe que semejante acción puede costarle la vida. Su argumento es claro y terminante: es mi decisión, yo soy el veterinario. De manera inesperada y fuera de todo cálculo, el joven aprueba sin saberlo la asignatura que le faltaba –la única que nunca le habían enseñado. Se instala así en acto como médico veterinario de uno de los más grandes circos de la historia de los Estados Unidos.

Alguna vez Fernando Ulloa dijo que analizar es como hacer el amor. Tiene puntos culminantes y constantes cotidianas. La vida está plena de pequeños actos que van trazando nuestra existencia. Pero esta existencia no sería tal sin la fuerza de una decisión. Jacob y nuestra flamante colega nos lo han enseñado. En un aula, en un carromato de circo, el sujeto se inventa a sí mismo. Nos toca a nosotros dar testimonio de esa lúcida graduación.



NOTAS

[1La autora de la tesis que motiva este comentario es la Musicoterapeuta Rosana De Vicenzi, quien llevó adelante su investigación bajo dirección de la Lic. Alicia Topelberg, profesora y coordinadora de la Carrera y Licenciatura en Musicoterapia, Facultad de Psicología, UBA.

Película:Agua para Elefantes

Titulo Original:Water for Elephants

Director: Francis Lawrence

Año: 2011

Pais: Estados Unidos

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