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La perturbación de la desolación

por Gallino Fernández, Griselda

“Justo antes, una fracción antes sabe que está volviéndose loca. La atormenta pero se aferra, por última vez. Es estar preparada sabiendo lo que es perderse antes de estar completamente abandonada.”

Erika Kohut (Isabelle Huppert) es una exigente profesora de piano del Conservatorio de Viena. Vive junto a su madre (Annie Girardot), una mujer rígida, dura y absorbente que se inmiscuye en absolutamente todos los rincones de su vida mientras sueña para ella con el éxito artístico.

Como vía de escape ante la presión maternal, Erika acude a espectáculos pornográficos, disfrutando, de forma escatológica, del sexo furtivo de las parejas que acuden a los autocines y aislándose de cualquier contacto humano porque, como ella misma dice, “no tiene sentimientos”, y aunque algún día los tuviera, no predominarían sobre su inteligencia.

Y en medio de esa batalla existencial, su imperio se desmorona cuando un estudiante de ingeniería (Benoît Magimel), un joven dotado con un talento excepcional para tocar el piano, se empeña en convertirse en su alumno, pero con un objetivo más carnal: seducirla.

La película, escrita y dirigida por Michael Haneke, logra que el espectador se sienta sucio por dentro y lo invada la estupefacción y la incomodidad. Que sienta que el aire que respira resulte revulsivo, viciado, malsano, envenenado, pestilente.

Su hazaña reside en que luego de mirarla, el día se oscurezca y salir al sol resulte como el único artilugio que permita aferrarse a la banal esperanza de que aún queda luz y pureza en este mundo.

Y tratar por un momento de engañarnos a nosotros mismos de que seguimos siendo seres sacros y limpios, que no nos hemos convertido en una monstruosidad plagada de hirientes obsesiones y de cortantes heridas en el alma que incitan a autodestruirnos.

“La pianista” es una intensa disección de un personaje en cuya enigmática dualidad reside gran parte su atractivo.

El espectador se encontrará dividido entre la admiración y la repulsión por lo que se está narrando y sobre todo, por la forma en la que se lo está narrando

No podía ser otro que Haneke quien le hiciese justicia al verbo acerado y visceral de su paisana, la austriaca Elfriede Jelinek, que poco tiempo después de rodarse la película, recibiría el premio Nobel de Literatura.

Tampoco podría ser otra sino Isabelle Huppert la que encarnase a la terrorífica y sin embargo, convulsa y bella profesora de piano, uno de los personajes femeninos mejor trazados de toda la historia del cine europeo, en una magistral, apoteósica y deslumbrante interpretación.

Combinación de fría intelectualidad y una sexualidad viciosa, casi animal, el personaje de Erika parece condenado a expresar sus pasiones a un nivel tan primario como la fachada exquisita que transmite hacia el exterior: una fachada que empieza a resquebrajarse en el momento en el que este joven y atractivo alumno comienza a seducirla, haciendo que se tambaleen los cimientos en los que la profesora de piano ha apoyado su retorcido universo.

Porque la pianista de la obra maestra de Haneke vaga como un alma en pena, tan sola, tan terriblemente sola, tan perdida que automutilándose tanto física como psicológicamente se vale de caminos extremos y aberrantes para quitarse de alguna forma todo su caudal de desesperación.

Es así como toda su rigidez y su exigencia estoica como profesora de piano, sus modos fríos y distantes y su escalofriante gelidez funcionan como un grito desesperante a través del que trasmite al mundo su hastío de vivir una vida áspera y solitaria con la única compañía de una madre controladora y asfixiante que desde el primer momento de la película la ahoga de mandato materno, ahorcada hasta el hartazgo de una interminable sucesión de días en los que sólo encuentra como aliciente auto lesionarse y escapar unas horas del férreo control materno, para permitirse de a ratos dar rienda suelta a sus inclinaciones voyeuristas con culpables tendencias sadomasoquistas, por lo que algunos rasgos al inicio de la película hacen pensar en una estructura perversa. Sin embargo, la excitación de Erika a través de estas prácticas no la conduce nunca a un orgasmo.

Aún y cuando sea como espectadora del placer de otros, pareciera que su placer es aquello que Lacan llama goce, y que es más cercano al sufrimiento.

Silenciada como sujeto deseante se encuentra atrapada, oscila a la manera de un péndulo, obedeciendo a su madre y haciendo obedecer a sus alumnos, pero en algunos momentos aparece una vía alternativa que le permite hacer una pausa en este movimiento que singulariza su vida, sólo que la salida que construye no es muy afortunada.

¿Qué es lo que provoca placer en Erika?

Freud señala la importancia del primer objeto satisfacción en el ser humano, que también se constituye en el primer objeto hostil.

El ser humano aprende a discernir, además, que de éste mismo objeto recibió una carga erótica que dejó huellas (función materna), las cuáles posteriormente el sujeto intentará repetir como vivencia de satisfacción.

De la relación con éste primer objeto quedan rasgos y eso que queda del otro configura el ideal del yo. Pensando en Erika, pareciera que existe un rasgo (elemento del objeto lacaniano) que pasa de madre a hija sin sufrir alteración, sin cuestionarse: un rasgo que la desliza hacia el terreno del goce. La madre no le permite disfrutar, como ella misma no disfrutó de un hombre.

Cuando aparece algo del deseo de Erika inmediatamente su madre lo destruye. No le permite sentir placer y eso es lo que finalmente constituye su relación con el Otro: su modo de relacionarse, se hace carne a través del discurso que ha dejado huella en Erika, porque tampoco admite que alguien pueda disfrutar un deseo.

En la neurosis, muchas veces el goce aparece como escenificación fantasmática de difícil confesión. Erika se siente un tanto apenada al hacer saber su deseo, los cortes que hace en su piel después de haber visitado las salas de cine porno, son lavados obsesivamente como una especie de ritual de purificación, pero mancillando su cuerpo al mismo tiempo.

El caso de Erika nos advierte que las excursiones del neurótico por el campo de la perversión no son infrecuentes pero se caracterizan por dejar la impresión de que apuntan más al remordimiento ulterior que al goce presente.

A lo largo de la película el elemento que permanece es la insatisfacción. En ningún momento aparece alguna risa, o algo placentero, las escenas sexuales no alcanzan un nivel erótico, se vuelven desagradables, ¿Por qué?, ¿Cuál es el extraño placer de Erika?

Freud aborda el tema y nos deja ver que el asunto del masoquismo no es algo simple, no se reduce a lo que comúnmente es el placer por sentir dolor.

La película nos permite pensar las diferencias entre la perversión y el masoquismo, éste último ligado a una neurosis obsesiva que podemos entrever cuando Erika intenta construir momentos placenteros y no puede, porque pareciera que la habita una culpa que la ensucia a cada momento y que no le permite disfrutar.

Por esa culpa debe pagar un castigo, tal vez, la culpa por sentir lo que Freud nombra como deseo inconsciente pero que en la película no aparece como inconsciente: la escena de amor frustrado con la madre. La relación orgánica, pero también depredadora e incestuosa entre madre e hija, está construida en la película minuciosamente y sin mascaradas

Su censurada sexualidad, no cesará de chocar de frente con la irrupción de este joven alumno de una apertura mental que le hace frente a todas y cada una de sus represiones, pero con el que no encuentra ningún placer sexual en la única relación que mantiene.

La película retrata crudamente, con perfección casi quirúrgica, el hundimiento de estos seres antagónicos en un extraño vínculo angustioso, frustrante y enfermizo que configura un descenso entre alambres punzantes y hojas de afeitar afiladas.

El desgarramiento progresivo de ambos nos transporta entre tumbos y caídas hacia lo más siniestro, patético, mórbido, tortuoso y frágil del interior humano.

Una incursión dolorosa, con ritmo parsimonioso que languidece la mirada, en las profundidades del alma de una mujer atormentada y, por extensión, en la de cualquier alma lastimada, que produce una dura huella que no cicatrizará, en quienes somos testigos de tanta desolación.

La película resulta inquietante, además, porque muchas de las acciones de sus protagonistas resultan extrañas por la casi inexistente ligazón entre su modo de proceder y las reacciones que esperaríamos de ellos.

Y es que incluso en los comportamientos más dementes existe una suerte de lógica que la trama de la película se atreve a desafiar: nuestra curiosidad nos empuja a mirar un poco, de reojo, como si nuestro estómago conscientemente no pudiese tolerarlo pero que la vertiente más tórrida y extravagante de nuestra alma, nos impulsa a mirar de frente a la pantalla.

El contraste entre la reconocida pianista de día y la inaudita “perversa” de noche nos refuerza la teoría de que a veces las vidas sexuales más sórdidas, se esconden detrás de los personajes más solemnes.

El cuento para niños que queremos escuchar narraría que había una vez una princesa que vivía dulcemente arropada por su reina madre y que dedicaba sus días a ilustrar al pobre vulgo sobre el elevado arte de la música.

La bella joven enseñaba la riqueza de emociones que desprenden todas y cada una de las notas que un piano puede verter, como si de un mágico lenguaje se tratara, reservado exclusivamente a quienes le dedican todo su cuerpo y alma.

Pero al anochecer, la ejemplar joven sentía su soledad como un pesado lastre y, a la espera del príncipe azul que la librara de las cadenas de su clausura, calmaba su ansioso corazón educándose para el amor, observando curiosa la pasión de otros amantes y preparando todo su ser para su querido.

El galante caballero hace su aparición y el esperado fulgor de efusiones une en delicada armonía a la deslumbrante pareja, que se reconocen creados el uno para el otro y el otro para el uno.

Pero “ La pianista” nos despierta viceralmente y el ensueño del mundo de cuento de hadas al que aún de adultos a veces intentamos aferrarnos para cegarnos ante la crudeza, se derrumba estrepitosamente, para revelarnos que allí afuera no hay príncipes azules que nos rescaten y que la princesa no es más que una seca, hosca y arisca mujer de cuarenta años que malvive con una madre insana, con la que tiene tensos episodios de violencia verbal e incluso física y que recrea sus noches contemplando espectáculos porno, espiando las aventuras sexuales de sorprendidos jóvenes en cines al aire libre e incluso lastimándose con hojas de afeitar en busca de dolores placenteros. Y en cuanto al príncipe azul, no es sino un fogoso atrevido con el que intercambia una malsana y cruel relación de sometimiento y dominación.

Michael Haneke, también fue estudiante de Filosofía y Psicología, y con “La pianista” parece usarnos como conejitos de indias para tantear nuestras indignadas quejas o enfebrecidos aplausos creando una bomba de relojería, detrás de grises secuencias, para hacernos despertar en medio de la noche recordando el sutil tic en el ojo de la protagonista, su cruel agresión a su más voluntariosa alumna o el juego de humillación, orgullo y erotismo con su alumno.

Lo estremecedor reside en mostrarnos un personaje enfermo o socialmente inaceptado y acompañarlo de uno aparentemente sano y plantear la relación entre ambos: su intercambio de papeles, la transmisión de una transgresión, de un violento grito a medio camino entre la pasión y el soez atropello.

Ambos personajes iniciarán un particular y por demás peculiar juego del gato y el ratón en el que nunca estará bien claro quién desempeña cada papel: alternativamente, ambos personajes se buscan y se rehuyen dando lugar a algunas de las escenas más perturbadoras de la película.

Otra de las capacidades revulsivas de la historia es la maravillosa capacidad de Haneke de convertir en transparente para el espectador a un personaje que nunca abandonará su gélido hermetismo hacia los demás y de tensar con maestría los hilos que someten a esta mujer a su entorno, desde aquellos que la unen con su madre hasta los que determinan su relación con lo más degradante y con lo más elevado del espíritu humano.

Por eso Michael Haneke resulta el autor contemporáneo más fascinante del cine europeo, como si fuese portador de un sexto sentido para detectar el dolor que lo rodea.

No hay una sola secuencia en “La Pianista” que no revolucione nuestra siempre insulsa concepción del mundo.

En definitiva, la película logra hacernos sentir vivos en dimensiones y universos, que creíamos, hasta el momento, desconocidos, a través de la sombra tortuosa de Erika, como la mayor manifestación humana sobre la incomunicación y la incapacidad de amar más definitiva y claustrofóbica.

Erika Kohut nos muestra sus “vergüenzas”, su sexualidad castrada, su tortuosa manera de relacionarse con las escasas personas que le salen al paso en su vida pero para invitarnos a comprender los acertijos que encierran los deseos reprimidos, la soledad, el dolor sin juicios de valor y compasión.

Atmósfera cotidiana glacial, escenas tremendas y depredadoras, el tratamiento de un tema tabú servido en frío, el contrapunto con el disfrute de las piezas clásicas de algunos de los más importantes compositores de todos los tiempos como principales pilares que sostienen la frágil identidad que mantiene en sociedad la protagonista, virtuosa a la hora de interpretar música como su único universo habitable y el pictograma de una realidad amargada, pero íntima y humana.

Ese es su mensaje: mostrarnos cómo somos casi todos cuando nos quedamos convulsos dentro de nosotros mismos.

Y como a veces estamos deseando volver a ahogarnos, el cuchillo por medio del cual Erika conduce su agresión encontrará su destino más inquietante.



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