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¿No crees que el amor y la atención quizás signifiquen lo mismo?

por Gallino Fernández, Griselda

“Cualquiera que hable sobre el hedonismo de California nunca ha pasado unas Navidades en Sacramento”. Esta cita de Joan Didion preside la película y descoloca con intempestiva audacia.

Lady Bird nos presenta un lienzo donde confluyen varios temas tratados con exquisita delicadeza y ausencia de énfasis: la creencia de vivir en el fin del mundo, la convicción de tener a la más terrible e injusta de las madres, la certeza de ser un patito feo defectuoso, el ahogo de estar inmerso en un barrio agónico marcado por una religiosidad anquilosada, el temor de no ser capaz de escabullirte del gris destino que ves desplegarse – con espanto – ante ti, la sospecha de que todos están confabulados para acogotarte en el momento que trates de asomar tu atolondrada cabeza del nido familiar.

Es así, como ‘Lady Bird’ constituye un conjunto de trozos vitales, efervescentes y caóticos, que a veces duelen hasta lo más hondo mientras otras tantas descansan, ansiando demostrar que existen. Es vida, es impulso, es incomprensible, pero por encima de todo eso, es adolescencia.

A Christine le va muy bien en la secundaria. O no, o quizás sólo le va bien a ratos, cuando la mira Danny en las audiciones de teatro o se ríe por debajo de la mesa con su amiga Julie.

También quiere mucho a sus padres. O puede que sólo soporte sus sermones porque son los que ponen la comida, y autorizan los avales económicos de becas futuras.

De todas formas, es muy probable que Christine, perdón, Lady Bird, esté contenta con lo que hace, aunque a veces explote, se lleve todo por delante, y no esté saliendo de una para meterse en la siguiente, gritando con tanta rabia que a veces se confunde con júbilo.

Lo bello de esta historia es que se nos ahorra la inútil necesidad de empatizar fácilmente: su madre Marion repite que es la villana de la casa, pero nunca parece que alce la voz sin motivo, porque tiene cierta razón y, además, (en un hermoso detalle de verosimilitud) puede enojarse tan pronto como abrazar una hija que la necesita.

Christine es descuidada, obscena, maleducada pero la película nunca elige ennoblecerla, hacerla víctima o heroína, y mucho menos pedirle que actúe con inteligencia. Porque nunca fuimos más que un caos a su edad, empujados a hacer lo que nos parecía “correcto”, ya fuera dejar una amiga plantada o llegar a casa a las cualquier hora de la madrugada, todo por un beso.

El querer retratar todo eso deja significados: ¿el yeso del brazo representa una cáscara que deja atrás, la que todos tenemos que romper cuando nuestras ilusiones se rompen también? ¿tachar novios en las paredes de una habitación atestada de verdad marca todo lo que eres o puedes ser? ¿el plumaje de la señorita pájaro brillará más al elevar un vuelo que nunca se ha atrevido a iniciar?

Las sutilezas no importan tanto en verdad, y pronto se esfuman porque, en esta vida real, nadie tiene tiempo para seguir una ruta en la que no se vaya a equivocar.

Lady Bird, Christine, en sus mentiras y gritos, desenvuelve una búsqueda de identidad, de apariencia, una que no le gusta y que cree que podrá cambiar si se lanza de cabeza a todo lo que la asusta, sin mirar nunca más de lo necesario. Y ahí quedan las primeras traiciones a las mejores amigas, las mentiras piadosas que no tienen sentido sobre una “casa de los sueños” en la que se vive, y sobre todo, el primer contacto con el masculino sexo, en la edad en que una caricia mentirosa ya da todo lo bueno.

Lo duro, lo triste en realidad, es que cuesta todos los errores del mundo darse cuenta de lo que uno quiere de verdad. Y lo difícil no es saberlo sino decirlo: darte cuenta de que preferís irte a otro lugar que no suponga una felicidad obligatoria y salir en las fotos riendo de verdad, porque no hay ninguna sonrisa que impostar.

El retrato del malestar que invade a una chica de provincia como Christine, que sueña con escaparse de su cárcel íntima y alcanzar el edén de una quimérica gran ciudad, como si su palurda villanía no la dejara ver lo que tiene –obsesionada en fijarse y obnubilarse con todo lo que cree que le falta– y por lo tanto es incapaz de paladear y disfrutar de los pequeños placeres de la ordinaria mediocridad cotidiana que la rodean, hacen que su ceguera se transforme en la alegoría, nada indulgente ni cándida, de todas nuestras porfiadas cegueras habituales. No vemos lo que no queremos ver y negamos todo aquello que no sabemos apreciar. Porque hasta que no nos abracemos compasivos y demos las gracias por nuestros insignificantes dones (cualesquiera que estos sean), no seremos capaces de crecer, madurar y extender nuestras alas y volar.

Crecer es sinónimo de dolor: angustia por lo que vamos dejando atrás, congoja por lo que aún no vemos desplegarse ante nosotros. Al romper con todo, nos rompemos nosotros mismos.

A nadie le arregla la vida saber dónde no quiere estar, y a dónde quiere ir. Seguimos siendo manojos de nervios, impresiones y arrepentimientos, que a veces salen bien.

A veces, hay que conformarse con entrenadores de fútbol dirigiendo teatro, amigas que decepcionar y estar en alguna lista de espera, sin poder entrar. Pero eso está bien, es lo normal, Lady Bird. Ojalá alguien me lo hubiera dicho, y me lo siguiera recordando, como a vos, Christine.



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