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El límite de la ética de la verdad y el deseo en Sandman

por Cataldo, Elisabeth

Universidad de Buenos Aires

Resumen:

En el presente trabajo trataremos de establecer algunas (paradójicas) relaciones entre el método psicoanalítico y la virtud de la sinceridad, y seguir sus consecuencias para la ética del deseo que planteó Jacques Lacan en su seminario 7. Seguiremos esta línea de desarrollo al verla plasmada en 24/7, el quinto episodio de la serie Sandman, en donde las posiciones éticas enfrentadas en el conflicto entre John Dee y Morfeo, Señor de los Sueños, paralelan y ayudan a ilustrar la compleja relación que el psicoanálisis siempre ha tenido con las virtudes morales, el deseo y la verdad.

Palabras Clave: Verdad | Deseo | Ética | Sandman

The Limit of the Ethics of Truth and Desire in Sandman

Abstract:

In this paper we will try to establish some (paradoxical) relationships between the psychoanalytic method and the virtue of sincerity, and follow their consequences for the ethics of desire that Jacques Lacan established in his 7th seminar. We shall follow this line of questioning by seeing it in 24/7, fifth episode of the Sandman series, where the ethical positions involved in the conflict between John Dee and Morpheus, Lord of Dreams, parallel and help illustrate the complex relationship that psychoanalysis has always had with moral virtues, desire and truth.

Keywords: Truth | Desire | Ethics | Sandman

El psicoanálisis tiene una relación curiosa con la verdad, una relación incluso paradojal. Hablamos de la verdad en un sentido ontológico, reflejada en la acción humana mediante la virtud de la sinceridad. Freud, por un lado, descubrió el inconsciente, cuya noción demolió toda pretensión de que un sujeto era transparente a sí mismo, toda idea de que existe una verdad del sujeto, una “norma del producto acabado, algo deseable, por lo tanto, un valor” (Lacan, 1959). Pero por otro lado, el mismo Freud sostuvo que “el vínculo analítico se funda en el amor por la verdad, es decir, en el reconocimiento de la realidad objetiva, y excluye toda ilusión y todo engaño” (Freud, 1937). Y para alcanzar esta verdad, la regla fundamental del método analítico, su única y primaria instrucción al paciente, sostiene un principio de “absoluta sinceridad”:

“Usted observará que en el curso de su relato le acudirán pensamientos diversos que preferiría rechazar con ciertas objeciones críticas. Tendrá la tentación de decirse: esto o esto otro no viene al caso, o no tiene ninguna importancia, o es disparatado y por ende no hace falta decirlo. Nunca ceda usted a esa crítica; dígalo a pesar de ella, y aun justamente por haber registrado una repugnancia a hacerlo. [...] Compórtese como lo haría, por ejemplo, un viajero sentado en el tren del lado de la ventanilla que describiera para su vecino del pasillo cómo cambia el paisaje ante su vista. Por último, no olvide nunca que ha prometido absoluta sinceridad, y nunca omita algo so pretexto de que por alguna razón le resulta desagradable comunicarlo.” (Freud, 1913)

Uno podría, ubicándonos en nuestra época, achacar la elección léxica de “sinceridad” y su carga moralista al carácter más propiamente histórico de la obra de Freud; más de una vez él ha usado palabras aparentemente contradictorias con el ethos de su obra, presumiblemente al no poseer otras formas de expresarse más allá de las sancionadas por su época, para una obra que la superaba, como cuando Lacan nos reveló que toda verdad tiene estructura de ficción. Pero también podemos decir que la promesa de “absoluta sinceridad” con el analista que está presente en la regla fundamental del psicoanálisis es, a través del dispositivo de la transferencia, la absoluta sinceridad con uno mismo. “El amor por la verdad” es también lo que impulsa al analizante a iniciar un análisis: No solamente la posibilidad de la cura, sino la voluntad de descubrir aquellas cosas de uno mismo que uno también sabe –pues este es el supuesto básico del psicoanálisis (Aulagnier, 1994)– que uno no quiere saber. Aunque sabemos que, a la larga, la verdad que un neurótico busca descubrir en análisis es que no hay verdad. Otra paradoja.

¿Aún otra paradoja? Existe una desconfianza estructural del psicoanálisis, la suposición fundamental de que el paciente se miente a sí mismo, y por lo tanto ¿cómo podría no mentirle a otros, incluso al analista? Esto es lo que llevó a Freud a la augusta compañía de Nietzsche y Marx para Paul Ricoeur en su libro de 1965. Él nos lo ejemplifica como nadie: “No hay mejor prueba de que se ha logrado descubrir lo inconsciente que esta frase del analizado, pronunciada como reacción: ‘No me parece’, o ‘No (nunca) se me ha pasado por la cabeza’” (Freud, 1925). Es porque el síntoma es una pregunta no formulada (Lacan, 1956), porque el paciente omite lo que sabe, se miente a sí mismo –y al analista– que el analista debe hacerle prometer absoluta sinceridad, y siguiendo a Soler, cargarlo con el peso de responder algo que es por definición imposible: la palabra libre, intacta por la censura “ética, moral y lógica” (Soler, 2009, 224-225). Esta palabra imposible que le pedimos al yo del paciente es, sin embargo, aquella que el analista busca en la regla porque sabemos que paradójicamente, el paciente “no puede decir cualquier cosa” (Soler, 2009, 225); el mismo Freud nos dice que “un contenido de representación o de pensamiento reprimido puede irrumpir en la conciencia a condición de que se deje negar” (Freud, 1925), es decir, que es solo porque algo puede ser negado que puede aparecer en la consciencia del paciente; no se puede no negar, porque si aparece es a condición de que se niegue. Y esto implica que el paciente no solo no puede decir cualquier cosa, sino que regla fundamental o no, no quiere: “Sabemos por experiencia que esta regla, llamada fundamental, la única que rige el análisis, se transgrede necesariamente; que el paciente permanece mudo sobre lo que está pensando, llegando incluso al silencio total, o que calla lo que se le cruza por la mente ‘porque es una idiotez sin importancia’” (Green, 1996). La sinceridad a la que apela Freud es una virtud del carácter, y por lo tanto intencional, voluntaria, consciente, moral, producto del discurso del Otro, lo que significa que por mucho que el paciente intente conformarse a la regla fundamental, lo hará contra sus propias resistencias, su propio fantasma, y surgirá la censura inconsciente. Si el análisis demanda sinceridad, entonces, es sabiendo que –y por qué– el paciente es incapaz de proveerla; como le sucedía al célebre Dr. House, los pacientes siempre mienten. Pero más aún, mientras que para el Dr. House había una verdad diagnóstica ocultada por la mentira, para el psicoanálisis lo único que existe (incluso desde el planteo freudiano de la sinceridad) es el cuestionamiento de la virtud como herramienta para contrarrestar nuestras conductas más condenables, y, por extensión, el cuestionamiento de si son realmente deplorables, y si necesitan ser realmente contrarrestadas. Un psicoanálisis puede entonces ser entendido como una batalla cíclica. La virtud con la que él trabaja, dado que el receptor de la regla fundamental no es el inconsciente, sino el yo, es solamente la primera parte de su estrategia, el pequeño, débil escuadrón dejado al descubierto, esperando al enemigo para la maniobra de pinzamiento. La aceptación de la regla por el yo es la condición de posibilidad del surgimiento del sujeto inconsciente. La batalla entre las mociones represivas de alguien con su compromiso y la sinceridad, con “su conducta, su inteligencia, su docilidad, su perseverancia” (Freud, 1916) y el millar de razones –buenas o malas– que alguien puede encontrar para no decir una verdad, y especialmente para no decírsela a sí mismo es el caso que nos ocupa, aquella verdad que concierne al sujeto sobre su deseo, y lo hace surgir como tal.

El deseo surge por la insuficiencia estructural del lenguaje; una falta en el Otro del lenguaje que nos obligamos a tapar a toda costa. Y la mentira –o, mejor dicho, la falta a la verdad, no solo la mentira sino la negación, la omisión, la interpretación, el eufemismo, el “bullshit” (Frankfurt, 2013)– también nace por la misma insuficiencia del lenguaje, su equivocidad; el Otro completo que imaginamos sintomáticamente es también el Otro de un lenguaje unívoco, libre del equívoco, de la polisemia, del doble, triple, cuádruple sentido, del juego de sonoridades que se encuentran en el corazón del síntoma neurótico.

Es en este sentido que el plan del personaje John Dee en 24/7, episodio 5 de la primera temporada de la serie Sandman (Childs et al, 2022), adaptación del eximio comic por Neil Gaiman, no es otro que el de convertir al mundo en el sueño del neurótico: un mundo donde la mentira sea imposible, el Otro del lenguaje sea sin falta y, por lo tanto, también sea innecesaria la neurosis como resultado de la relación fallida del sujeto con su deseo. La trama: Armado con el rubí del personaje titular, Morfeo de los Eternos, Señor de los Sueños, que le permite hacer los sueños realidad, Dee va a un restaurante y desea un mundo donde no se digan mentiras. El episodio, contenido dentro del local por los poderes del rubí, presenta a los habitués y personal, sus mentiras y –poco a poco– como éstas caen, trayendo consecuencias del orden del horror.

Inicialmente, la “verdad” de Dee es la mentira: Conocimiento sabido y ocultado conscientemente que sus víctimas pasan a comunicar libremente. Es el esposo de la CEO controladora manifestando abierta –y desafiantemente– su deseo por una hamburguesa en lugar de una ensalada, o la mesera que aconseja a la lesbiana con problemas de pareja que debería estar con un hombre. Pero luego, bajo el influjo de Dee, este saber poco a poco se extiende; como en un análisis, donde la queja es el inicio del camino hacia la verdad del sujeto (Laznik, 2007), que conduce a la pregunta por la responsabilidad propia en la causa de la queja (Lacan, 1951), y a las puertas del acto. Como respondiendo a la pregunta de Freud a Dora, Los sujetos sometidos a Dee aceptan su responsabilidad sobre lo que ocultan y les pasa; el esposo ordena la hamburguesa, la mesera trata de juntar a la lesbiana con un joven ejecutivo: Ya no hay queja, sino acción. Este proceso continúa cada vez acercándose más del saber a la verdad, de la acción tomando responsabilidad por la queja, por el “siempre son los otros”, al acto que hace surgir a cada sujeto cuando deja de estar alienado al discurso del Otro; el esposo renuncia a su esposa por hamburguesas y sexo oral con el cocinero del restaurante, la mesera admite sus sentimientos eróticos por la lesbiana. Esta verdad del sujeto en acto se extiende a la liberación de la pulsión de muerte: peleas, asesinatos… y finalmente, el regreso al punto de partida (Freud, 1930, 119): la mutilación y el suicidio.

John Dee hace que todo el mundo (en sentido literal; podemos ver en el televisor noticias de lo que el deseo de Dee produce fuera del restaurante) sea sincero… y lo que es más importante, que su verdad deje de estar incompleta, verdad de sujeto dividido. Dee argumenta que el mundo es malo debido a la mentira, pero por supuesto, su enemigo es “la mentira” en un sentido ontológico, la capacidad humana de faltar a la virtud de la sinceridad… incluyendo el equívoco del lenguaje, que es su condición de posibilidad. Dee sostiene neuróticamente la idea de que realmente hay una verdad que puede ser dicha, la negación de la castración, la verdad que él imagina que el Otro (su madre) posee y la completa, completud que lo des-completó a él. El forzamiento de la sinceridad que Dee realiza mediante el rubí recuerda a la “violencia del acto” de Colette Soler, no solo el forzamiento del “tú eres responsable” por tu inconsciente (Soler, 2009, 224), sino “obligar a alguien que no quiere saber a saber” (idem, 228), con la salvedad de que, a diferencia del análisis, Dee no obliga a “saber” la propia castración, sino a “saber” su inexistencia, de un modo irónicamente similar a la meta misma del psicoanálisis, alcanzar la “identidad de separación” (Soler, 2009, 230-231), abandonar la sujeción a los discursos del Otro e introducirse en la ética del deseo –o de la sinceridad plena con sí mismo– donde el pecado es el retroceder frente al deseo propio debido al discurso –la Verdad– del Otro: la moral, y su incidencia superyoica sobre el sujeto.

La moral –y por lo tanto el rechazo a la mentira– es la represión de la civilización de Freud, quien dijo que “está por verse si llegará en la vida a algo más que a la hipocresía o a la inhibición quien, no satisfecho con ello, pretenda ser ‘mejor’ de lo que ha sido creado” (Freud, 1925), respecto, precisamente, a aquellas mentiras que nos decimos a nosotros mismos cuando pretendemos que el contenido de nuestro inconsciente no es importante, tanto más cuando nos lleve a la condena moral. Cuando pretendemos ser “mejores” de lo que somos. Y se puede entender que Dee, en su cruzada por hacernos “mejores” contra la capacidad humana de mentir a otros y a uno mismo, toma también la misma posición ética, posición que sostiene Lacan como aquella inherente y exclusiva del psicoanálisis, pero neuróticamente convertida en posición moral, en regla universal… en virtud. Dee toma la elección léxica de Freud en un sentido literal, descontextualizado.

El episodio ilustra otra paradoja, en la cual todo sujeto hablante está ubicado entre Escila y Caribdis. En un lado, Escila: la represión de la civilización que lo increpa a dejar de lado su deseo en nombre de algo más (el Otro social, la moral tradicional, el amor del otro significante, el beneficio personal, la ética de los bienes, el pragmatismo); en el otro, Caridbis: el deseo como falta que pulsa constante, pujando por no ser reprimido, más allá del bien y del mal, un deseo realmente singular que existe sin consideración por la ilusoria obligatoriedad del mandato civilizatorio. Evitar las fauces de Escila lo lleva a uno al remolino de Caribdis, y viceversa. Frente a un mundo –o la estructura misma del yo– que impone valores morales, que establece un universo definido por opciones binarias, definidas por la positiva o por la negativa, A o B, y nos lleva a enfermarnos al forzarnos a deponer aquello que es más íntimo, a mentirnos a nosotros mismos, la única opción fuera de su égida parece ser una ética que está completamente fuera del bien y del mal, que, como recuerda Freud, cumplen después de todo un propósito, el de ordenar el mundo luego de la muerte del padre primordial, de que las reglas –arbitrarias como sean– ya no provengan de alguien que se encuentra fuera de ellas. La coherencia de la moral instituida luego de la muerte del padre es su mayor virtud, coherencia que entra en conflicto con la ética que nos lleva a seguir nuestro deseo, decir(nos) siempre la verdad, sin importar que.

Morfeo, del mismo modo, cuando finalmente se enfrenta con Dee después de toda una temporada de buscar su rubí, llama la atención a esta última paradoja, rescatando el valor ético del análisis de la lectura neurótica de Dee. El proceso analítico lleva al analizante a ser capaz de advertir esta imposibilidad, y adquirir un saber (Soler, 2009, 227) y un saber-hacer sobre el deseo inconsciente y sus consecuencias, el verdadero valor y núcleo ético del psicoanálisis, pero también sobre un cambio subjetivo respecto a la castración (Soler, 227-228). Pero no se trata de la oposición entre descartar o seguir a pies juntillas el valor de la represión civilizatoria, sino del potencial del deseo como expresión del sujeto dentro de la tensión misma en vez de su salida de esta; la ética del deseo no es estrictamente el ser fiel al deseo propio, el acto ético como su propia moral, sino ganar la astucia que permita maniobrar el deseo propio dentro de las estructuras asfixiantes de la civilización sin pasar su límite, aquel de la castración. El arco argumental del Eterno Morfeo consiste, como el del más insignificante de los mortales, en figurarse el camino en la delgada línea entre el deber, la responsabilidad, y el deseo. Morfeo, como buen Señor de los Sueños, sigue el camino de Freud –el otro Señor de los Sueños– en saber que lo que existe detrás de ellos es tan paradójico como el soñante: El deseo desfigurado: el deseo, pero no el deseo: El deseo, pero el deseo de no desearlo: El deseo, pero la civilización que se opone a su libertad. Sin uno no existiría el otro.

Referencias:

Aulagnier, P. (1994). El trabajo de la interpretación. La función del placer en el trabajo analítico. En Aulagnier, Hornstein et al, Cuerpo, Historia, Interpretación. Paidós: Buenos Aires.

Childs, J (Director), Rosza, A (guión), Goyer, D (guión) Gaiman, N (Escritor original). (2022). 24/7 [capítulo de serie televisiva]. Temporada 1, capítulo 7, 5 de agosto 2022 en Heinberg, A (productor), The Sandman. Netflix, DC comics, DC entertainment.

Frankfurt, F. (2013). Sobre la charlatanería. Buenos Aires. Paidós.

Freud, S. (1912). Sobre la dinámica de la transferencia. en Obras completas, tomo XII. Buenos Aires, Amorrortu.

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Freud, S. (1916). 1º Conferencia de introducción al psicoanálisis. En Obras Completas, tomo XV. Buenos Aires, Amorrortu.

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Freud, S. (1930). El malestar en la cultura, cap. 7. En Obras Completas, tomo XXI. Buenos Aires, Amorrortu.

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Freud, S. (1925). La negación. En Obras Completas, tomo XIX. Buenos Aires. Amorrortu.

Green, A. (1996). Nota sobre los procesos terciarios en La Metapsicología revisitada. Buenos Aires. Eudeba.

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Lacan, J. (1956). El Seminario, libro IV: La relación de objeto. Buenos Aires. Paidós.

Lacan, J. (1959). Nuestro Programa en El Seminario, libro VII: La ética del psicoanálisis. Buenos Aires. Paidós.

Laznik, D. (2007): Elizabeth. von R.: del padecimiento a la queja y de la queja a la producción del síntoma analítico.

Soler, C. (2009). ¿Que se espera del psicoanálisis y el psicoanalista? en ¿Que se espera del psicoanálisis y el psicoanalista? Conferencias y seminarios en Argentina. Buenos Aires. Letra Viva.



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Película:The Sandman

Título Original:The Sandman

Director: Neil Gaiman

Año: 2022

País: Estados Unidos

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