Una mujer aborda un avión junto a su hijita de seis años. Su marido ha muerto en un accidente en Alemania y ella traslada el féretro para repatriar sus restos a los Estados Unidos. Ingresa a la cabina principal, que en ese momento se encuentra completamente vacía, se ubica en su asiento y apenas la nave comienza a carretear se queda profundamente dormida. Al despertar, advierte que la niña no está a su lado.
La busca en los asientos contiguos, pero tampoco está allí. El aparato es un sofisticado Boeing para 420 pasajeros y ella misma es ingeniero de vuelo, con lo cual conoce perfectamente las distintas cabinas, el salón principal y otras dependencias en el nivel superior, en las cuales podría haberse escondido la niña. Inicia una discreta búsqueda, que también resulta infructuosa, y decide finalmente pedir ayuda al personal de a bordo.
Una azafata realiza entonces de manera afable el anuncio por los altavoces: aunque parezca increíble, este avión es tan grande que una persona puede extraviarse en él. Quién haya visto a una niña de seis años, por favor dirigirse al personal porque su madre la está buscando…
Pero pasan los minutos y la niña sigue sin aparecer. Nadie reporta su presencia y la mujer comienza a preocuparse. Sabe perfectamente que su hija está dentro del avión. No pudo bajarse o caerse, pero ya han buscado sin éxito en los lugares habituales. Conocedora de los procedimientos, exige entonces hablar con el capitán, a quien solicita que imparta la orden de que todos los pasajeros permanezcan en sus asientos para garantizar una búsqueda exhaustiva y sistemática.
Ella misma colabora en la recorrida y de pronto se detiene frente a dos pasajeros a quienes cree reconocer como personas que estaban observándola el día anterior en el hotel en que se había alojado en Berlín. Cuando los increpa, éstos se defienden en inglés con un inequívoco acento árabe. El resto de los pasajeros comienza a inquietarse y uno de ellos exige airadamente que se los detenga preventivamente.
En ese contexto, una azafata se acerca al capitán y asegura haber chequeado la lista de pasajeros sin encontrar a nadie con el nombre de la niña buscada. El personal de a bordo comienza a mirar con desconfianza a la mujer, conjeturando que la muerte del marido afectó su buen juicio. Esto la altera aún más, generando un clima de hostilidad que amenaza la continuidad del vuelo. Se produce un forcejeo, la mujer es golpeada y cae desvanecida.
Al despertarse, advierte que fue esposada por el alguacil de a bordo, y que a su lado está sentada una psicóloga, evidentemente reclutada entre los pasajeros del vuelo para asistirla en la emergencia. Una intervención en crisis, destinada a evitar una catástrofe aérea abre, imprevistamente una serie de cuestiones éticas:
En primer lugar: ante el clásico pedido ¿hay un psicólogo a bordo?, qué conducta debería asumir un profesional que integra el pasaje. No siendo especialista en este tipo de intervenciones, ¿debe acudir de todos modos? ¿tiene la opción de negarse o está obligado por la urgencia del caso?
En segundo lugar: si bien no se exige del profesional un diagnóstico respecto de la persona asistida, sí de alguna manera se espera un pronóstico acerca de su grado de peligrosidad para la continuidad del vuelo. ¿Cómo intervenir y desentenderse a la vez de semejante compromiso?
En tercer lugar, en caso de acudir, con qué hipótesis de trabajo se acerca a la pasajera. Porque no es lo mismo asistir a una persona angustiada por el extravío de una niña que va a ser encontrada en pocos minutos más, que atender un delirio.
Para quienes han visto el film en que se inspira esta viñeta, quedará clara la tensión entre la exigencia del campo deontológico y el desafío que impone la singularidad de la situación. Se hace evidente la importancia de conocer el campo normativo que rige nuestro desempeño, pero también la responsabilidad que emerge de la escucha frente a aquello de lo que en rigor nada sabemos.
En ese abismo, la nueva hipótesis clínica no será una mera resultante de las premisas situacionales, sino una maravillosa creación frente a lo desconocido. Pero sólo a condición de que la angustia pueda abrirse camino entre las certezas del caso.
No parece ser ésta la vertiente que toma la psiquiatra en la secuencia del film. Su peculiar “intervención en crisis” promueve algunas reflexiones:
1. ¿Qué es un “especialista”? No sabemos cuánta experiencia tiene la profesional, pero es interesante que se presenta como entendida en el tema. Su frase inicial “vienen a mi consultorio muchas personas para llorar” pretende dar cuenta de su capacidad de manejo de la situación. Pero está frente a una mujer que acaba de ser golpeada, que se encuentra angustiada por el extravío de una hija y que no solicitó su apoyo terapéutico. Es razonable que manifieste su desconfianza –“yo a usted no la conozco”, le repite en dos oportunidades. Es allí cuando en lugar de escucharla, la profesional continúa con su propio “plan de vuelo”. El título del film es aquí interesante como metáfora. Para las compañías aéreas existe una rutina que con ligeras modificaciones se cumple en todos los viajes. Embarque, despegue, servicios de abordo, aproximación, aterrizaje, desembarque. Los detalles –un niño que llora, un pasajero que no puede dormir– son contingencias que se resuelven sobre la marcha. El plan no se altera. Ya está anticipado y se aplica sin grandes modificaciones. La jerga médica suele hacer gala de esta suficiencia “¿sabés cuántas apendicitis tengo hechas yo?” o “tengo ya muchas horas de vuelo”. Es sabido que para un cirujano, estas fórmulas funcionan como un mecanismo defensivo. Pero en sentido estricto, cada intervención es una singularidad en potencia. Mucho más cuando se convoca al profesional justamente para lidiar con la angustia. “Yo a usted no la conozco”, debería ser escuchado aquí como “usted a mí no me conoce –qué sabe usted de mí”. Pero la profesional tiene ya su diagnóstico, construido a partir de la información provista por el Capitán, y no está dispuesta a escuchar. No permite que la angustia de la mujer ingrese como variable de la situación, porque su propósito anticipado es el de calmarla. Pero en rigor, se trata de su propia tranquilidad. Mostrar que sabe del tema y que es capaz de manejar el caso. De allí su rostro aliviado cuando la mujer parece entrar por fin en el protocolo de duelo que preparó para ella. Sabemos entonces que nuestra terapeuta está completamente perdida. Porque una intervención en el campo de la subjetividad es lo opuesto a esa rutina. En lugar de un plan de vuelo, se imponía allí la incertidumbre de una travesía. Que naturalmente tiene su norte, pero sólo para orientar las velas y poner en marcha la dirección de una cura. Porque lo que se espera es la eventualidad –la contingencia. Como en esa hermosa metáfora de Jean-Jacques Assoun, en la que el rumbo de Cristóbal Colón hacia las Indias Occidentales termina confrontándolo con un continente desconocido.
2. Por hablar antes de escuchar, a la terapeuta se le escapará el único significante que cae de la situación. Cuando le pide que piense en una imagen, la mujer gira el rostro y se encuentra con la noche recortada en la ventanilla del avión. Allí puede verse, en el vidrio empañado, el corazón que su hija Julia dibujó cuando vio pasar el féretro de su padre durante el embarque del equipaje. Es un instante. Ve el corazón, y como no creyendo del todo lo que tiene ante sus ojos, acerca su dedo al cristal y verifica que el vapor todavía está allí. [1] La temperatura de su hija puede palparse. Se trata del pacto indisoluble frente a cualquier acechanza a quien salió de su ser. Está confundida, pero si de algo sabe es de esa fidelidad. La única que una madre jamás traiciona. Es allí cuando toma una decisión. Como Truman, será una decisión cuyos alcances ni siguiera sospecha. Decide salirse del teatro que han montado alguaciles, azafatas, pilotos, y ahora terapeutas. Está completamente sola, pero no por falta de compañía, sino en acto. Sola en esa soledad de la existencia, inesperado motor del acontecimiento.
3. Para quienes vieron el film, quedará claro el alcance de tal decisión. Porque más allá de lo inverosímil de su desenlace, toda la historia puede considerarse como una metáfora del totalitarismo. En un momento dado, un pasajero desestima la angustia de la mujer argumentando ¿adónde pudo irse su hija?… estamos en un tubo. Un tubo, un espacio cerrado, un universo acotado. 420 personas encapsuladas a miles de metros de de altura. Capitanes, pilotos, comisarios de abordo, alguaciles, azafatas, pasajeros. En esa curiosa sociedad transitoria, se produce la desaparición de una persona. La pequeña Julia Prat ha desaparecido. Pero esto no es posible, porque estamos en un tubo. Se hace necesario entonces explicar lo sucedido. Se organiza así la hipótesis dominante: su madre está loca. Primero, porque no la cuidó como corresponde; segundo, porque se altera sin motivo; tercero, porque no quiere entrar en razones; cuarto, porque la niña nunca existió. Esta lógica, que recuerda el ejemplo del caldero aportado por Sigmund Freud, exige preguntarnos: ¿y si la niña hubiera sido secuestrada y los responsables fueran parte del poder que cínicamente aparenta estar buscándola? Porque también en la Argentina de la dictadura se argumentó que los desaparecidos no existían, induciendo así a la población a que desestime la causa de las "locas" de la Plaza de Mayo.
4. En este contexto, es interesante el rol de los profesionales de la salud mental frente a la figura del desaparecido. El gobierno de facto promulgó la Ley de presunción de fallecimiento, que obligaba a los familiares a dar por muerto a quien ni siquiera sabían si lo estaba. Con el advenimiento de la democracia, en 1983, esta ley fue derogada y reemplazada por la de Ausencia por desaparición forzada. Son dos principios bien diferentes. Es interesante que en el film, la terapeuta toma partido por el primero. Se suele perder de vista esta dimensión ética y política de la clínica. Porque si el terapeuta asume como natural la presunción de fallecimiento e induce al imposible trabajo de duelo, queda inevitablemente complicado en el crimen. No se trata de tomar partido ideológico, sino simplemente de escuchar. De estar dispuesto a inscribir la práctica más allá del horizonte del tubo.
NOTAS
[1] Nota agregada en marzo 2013: La escena, que contiene un secreto homenaje a Alfred Hitchcock, cobra valor a la luz del reciente comentario de Clotilde Leguil, extractado de Feminidad del siglo XXI: Ni naturaleza, ni cultura. Las referencias de la autora al des-universo están por otra parte en sintonía con nuestro análisis del film. En 1938, un año antes de la muerte de Freud, Hitchcock tituló una de sus películas “Una mujer desaparece” (“The lady vanishes”). La heroína Iris Henderson, se adormece unos minutos durante un viaje en tren y cuando se despierta, la anciana dama que la acompañaba no está, aunque el tren no ha hecho ninguna parada. ¡Desaparecida! Iris intenta encontrarla en vano pero los otros viajeros, entre los cuales hay un neurocirujano, le responden que “nunca ha habido ninguna anciana dama”… ¿Cómo escapará Iris de la locura? ¿Y si esta anciana dama no hubiera existido nunca? Al encontrar las letras de su nombre, que la anciana dama trazó en el vidrio empañado del vagón-restaurante cuando al intentar presentarse a la joven viajera mientras el silbido del tren tapaba su voz –Miss “Froy”- condensación hitchcockiana de Freud y de Joy-, Iris sabe que no se equivoca. Entiende entonces que su palabra puede dar cuenta del trazo dejado por la letra en el desuniverso extraño que es ese tren fantasma.
Película:Plan de vuelo
Titulo Original:Flightplan
Director: Robert Schwentke
Año: 2005
Pais: Estados Unidos
PDF: Plan de vuelo
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