Inicio > Films > La confesión como coartada a la responsabilidad >

por Laso, Eduardo, Michel Fariña, Juan Jorge

¿No son acaso la desaparición de personas y el abuso sexual en la infancia dos de las mayores afrentas a la condición humana? La condena unánime a los perpetradores de tales acciones así lo indica. Pero respecto de quienes no los denuncian o hacen consenso pasivo a su práctica, las cosas no parecen ser tan claras. Si un mérito tiene el film “Los dos papas”, además de la actuación sobresaliente de Anthony Hopkins y Jonathan Pryce, es plantear de manera verosímil estos dos escenarios del estrago contemporáneo. Desapariciones y vejámenes son presentados a través de la culpa de estos altos personajes, interpelando así la moralidad de la época.

En la antigua Grecia, constituía una prueba de veracidad jurar por los dioses. Los griegos creían que se podía engañar a los hombres, pero no a los dioses del Olimpo, por lo que se cuidaban de jurar falsamente. Se podía eludir la justicia de la Polis, pero no la justicia divina, que de manera inexorable terminaba llegando para castigar al falsario.

Con la invención griega de la democracia y del pensamiento racional, los dioses fueron olvidados, y con este cambio, la garantía de veracidad en el campo jurídico pasó del juramento religioso y la ordalía al testimonio y la verificación en base a pruebas. De la antigua Grecia a la actualidad, aún se conserva la práctica de jurar por Dios. Por ejemplo, cuando alguien asume una función pública como presidente. Sólo que 2.500 años después, el juramento pasó a ser mero topos retórico. Nadie espera que Dios demande nada en caso de que quien juró haya mentido o traicionado la confianza depositada. De ahí que al juramento se incluya también la Patria, que a diferencia de Dios, sí puede demandar al funcionario que haya cometido delitos, a través del poder judicial. Los ajustes de cuentas con Dios quedarán, en todo caso, para fin de los tiempos en el Juicio Final.

Con la aparición del cristianismo se instauró en Occidente un régimen de gestión de la falta, la culpa y su tramitación. El pecado pone en riesgo la vida eterna. Pero mediante el sacramento de la confesión, la Iglesia puede otorgar el perdón en nombre de Dios y el culpable recibir la expiación de las faltas cometidas bajo la condición del arrepentimiento y el compromiso de no volver a pecar. Durante siglos el pecado y el delito permanecieron confundidos. La llegada de la modernidad, con la separación entre Estado e Iglesia, y entre ley secular y religiosa, permitió una distinción, por otro lado, siempre difusa para el ciudadano común. Esta distinción, que al decir del Testamento “da al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios” abre a la posibilidad de que aquel que comete un delito crea que puede eludir la justicia civil porque arregla las cuentas sólo con Dios. La confesión religiosa, que además conlleva el secreto, se presenta, así, como coartada para eludir la responsabilidad. Baste recordar a los militares que cometieron delitos de lesa humanidad durante la dictadura, quienes renegaron de los procesos penales en su contra, remitiendo su responsabilidad a una cuestión a tratar ante Dios y no ante los jueces, cuando en todo caso una instancia no anula la otra.

Dos recientes películas ponen en juego esta condición de la confesión como coartada. Confesión que le permite al sujeto eximirse de tener que dar cuenta de actos criminales ante la justicia de los hombres, y así tener la conciencia tranquila amparado en el perdón de Dios concedido gracias a los buenos oficios de la Iglesia. Los dos papas de Fernando Meirelles y El irlandés de Martin Scorsese [1] proponen escenarios e historias diferentes, pero presentan este inquietante punto de conexión.

En la ficción Los dos papas, supuestamente inspirada en hechos verídicos, el cardenal Bergoglio en determinado momento debate con el Papa Benedicto XVI el tema de la pedofilia dentro de la Iglesia. Le dice: “Sabíamos que había sacerdotes, obispos, grandes hombres de la Iglesia que abusaban de los niños. ¿Y qué hicimos? Oímos su confesión, y los trasladamos a otra parroquia donde hacían lo mismo. Creímos que era mejor que sufrieran nueve niños, mientras no perdiéramos nueve millones de fieles por un escándalo”. Y agrega que cuando en su diócesis se enteró de un caso de cura pedófilo por boca de un obispo, le dijo que lo expulsara inmediatamente del clero y que iniciara un juicio canónico. Sorprende en ese debate las alternativas que se barajan para con aquellos representantes de Dios en la tierra que terminan abusando sexualmente de menores a su cargo: el traslado, la confesión, el juicio canónico. Nunca se contempla, como parte de la expiación del pecado cometido –que no sólo es para el catolicismo un pecado grave sino también un delito para la justicia penal en cualquier país civilizado en la actualidad– que al confesar el arrepentimiento, se le proponga al arrepentido que asuma las consecuencias jurídicas de su pecado, presentándose a la justicia para recibir la pena que le corresponda. Tampoco la denuncia ante la justicia frente al conocimiento de pares que incurren en abuso sexual. En el debate, para la Iglesia la justicia civil queda afuera, bajo la consigna de que “los trapos sucios se lavan en casa”.

Cuando Bergoglio argumenta que la confesión limpia el alma del pecador pero no ayuda a las víctimas, que el perdón es insuficiente ya que el pecado es una herida y los afectados de abuso también deben ser curados, no plantea que la condena jurídica a los perpetradores pueda ser un principio de sanación a través de la justicia en este mundo. Como resultado, miles de curas pedófilos transcurren sus vidas yendo de diócesis en diócesis, confesándose y arrepintiéndose, a veces hasta volver a caer, mientras la Iglesia los cubre para que no quede afectada la imagen de la institución. En su seno son atendidos por curas psicólogos, y acompañados para ayudarlos a no volver a caer en la tentación. Los afectados, mientras tanto, quedan pidiendo una justicia menos sublime y postrimera que la que puede ofrecer Dios.

En otro momento del film, el Papa le pide confesarse al cardenal. Y durante el sacramento de confesión le dice que durante años tuvo conocimiento y pruebas de que un tal padre Maciel se pasó décadas abusando sexualmente de niños y agrega “No le presté suficiente atención a las tareas de este sacerdote”. Un Bergoglio estupefacto e indignado le espeta: “¡Usted sabía! Olvidó amar a la gente que debía proteger”. A lo que el Papa le responde escuetamente: “Sí. Pido perdón”. El contraste entre la enormidad de la confesión de pasiva complicidad con el delito por parte de Benedicto XVI y el “ego te absolvo” de Bergoglio, sin que esto tenga consecuencias sobre los Macieles de la Iglesia ni sobre los miles de niños abusados, resulta inquietante.

En un escenario diferente, El irlandés hilvana la célebre desaparición del sindicalista de transportes norteamericano Jimmy Hoffa con la vida de un sicario al servicio de la mafia personificado por Robert de Niro. A lo largo de la trama vemos el ascenso de Frank Sheeran de simple camionero a dirigente gremial y amigo personal de Hoffa, gracias al padrinazgo del capomafia Russell Bufalino, quien le confía asesinatos y atentados cuando lo requiere la Organización. Cuando se desate un conflicto de intereses entre Hoffa y la mafia, la lealtad de Frank Sheeran será puesta a prueba: Bufalino le encomienda asesinar a su amigo Hoffa quien, para ese entonces es parte de la familia de Frank y un tío adorado por su hija.

Al matar a Hoffa, Frank traiciona la confianza y afecto de un amigo. En base a los pocos datos que se conocen de las últimas horas del sindicalista desaparecido, Scorsese filma este acto infame de modo frío y seco. Al Pacino encarna a Hoffa como alguien que no quiere saber que sabe que será traicionado por su entrañable amigo y guardaespaldas. Y este no querer saber lo lleva a dejarse conducir en auto a una casa abandonada. Desde que desciende del automóvil y hasta su ejecución dentro de la casa, nunca dirigirá la mirada a Frank, en un gesto de rehusarse a ver su semblante demudado que denuncia la tragedia.

El cuerpo de Hoffa nunca fue hallado. Y hasta hoy sigue siendo uno de los misterios que agita la imaginación de los norteamericanos, presente en comentarios, chistes y citas de la cultura popular. Scorsese ofrece una respuesta ficcional al paradero del cuerpo del sindicalista: fue cremado y sus cenizas esparcidas al viento. Pero aún así persiste el enigma de su paradero, dado que ninguno de los involucrados en la desaparición rompió jamás el silencio. Y es este aspecto el que le interesa a Scorsese. A la canallada de la traición, Frank suma la del silencio, incluso cuando años después un periodista le dice que todos los posibles involucrados en el crimen ya han fallecido, por lo cual su confesión ya no tendría consecuencias jurídicas, aunque ayudaría a la familia del desaparecido a elaborar el duelo.

En determinado momento del film, un sacerdote habla con Frank y éste hace una parodia de confesión. Habla vagamente de faltas cometidas de las que está arrepentido. Pero nunca pone en palabras dichas faltas. Es una confesión que paradójicamente no confiesa. Lo cual resulta por lo menos curioso. Porque la confesión implica al menos pagar el precio de la palabra: decir de un acto cometido, su reconocimiento por parte del sujeto ante otro que está representando al gran Otro. Y sin esa condición, no es confesión. Aún así, cosa notable, el cura le otorga el perdón de los pecados. Ni siquiera se le impone a Frank la condena de tener que decir, aunque más no sea, ante el confesor, con la garantía del secreto de confesión. Este pacto implícito entre un confesor que no demanda confesión y un otorgamiento de perdón gratuito que provendría de Dios, sin tener que pasar por los carriles de la justicia humana, y ni siquiera por los desfiladeros del significante, convierten a esta confesión en una farsa. Y al piadoso confesor en un hombre tan infame como su perdonado.

Quedan, por supuesto, los restos inasimilables a esta coartada. Para el caso de Los dos papas, la insistencia de las víctimas de abuso sexual clamando por justicia. Y para Frank Sheeran, el repudio de su hija y la soledad patética entre las cuatro paredes de un geriátrico.



NOTAS

[1Sobre El Irlandés, ver nuestro comentario "La puerta entreabierta" en http://www.eticaycine.org/El-irlandes-Martin-Scorsese-2019

Película:Los dos papas

Titulo Original:The Two Popes

Director: Fernando Meirelles

Año: 2019

Pais: UK | Italia

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